Las Mentiras

 

Mentiras verdaderas

(Conferencia en el Encuentro Geografía de la Novela, Colegio Nacional, México, en marzo de 1998).
Sergio Ramírez

Alguien ha dicho que el oficio del escritor es el mejor del mundo, aunque existan otros más antiguos. O quizás no. La necesidad de contar, y oír contar, se inicia en ese momento mágico en que alguien no se da abasto con la percepción directa de la realidad que lo circunda, y vaga con su mente mas allá de los límites reales de su mundo, donde termina lo visible y comienza la oscuridad llena de la inquietud por lo desconocido, de las sombras apenas dibujadas de la incertidumbre.

La imaginación empieza con el acto de ver sin ser dado tocar. Alguien imaginó primero el origen de las estrellas, y pasaron milenios antes de que otro alguien pudiera medir sus distancias. La expansión de la mente hacia un estado gaseoso es la imaginación, el primer estado del pensamiento racional. Razón y representación son entonces uno mismo. Ese acto no tiene ni antecedentes, ni sustitutos. Y aquel alguien que piensa imaginando, necesita representar en el lenguaje no sólo lo que imagina, también la propia realidad que lo circunda; una representación, esta última, que desde entonces, e inevitablemente, estará teñida con los mismos colores de la imaginación.

A su vez, alguien escucha, e imagina la representación de las palabras que escucha. Como entonces, esta doble necesidad --contar y oír contar, escribir y leer, proponer y recibir-- sigue teniendo una sustancia ancestral, arraigada en la individualidad y en la vida de relación de los individuos. Imaginar, descubrir, explorar, desafiar, cambiar, exponer, representar, crear.

Desobedecer. Contar, escribir.

Imaginemos al primer contador de historias, y a su primer oyente, sentados a la luz de una hoguera en la noche primitiva. Alguien queriendo conquistar la atención del otro, tratando de introducirlo en su propio universo, encantarlo, convencerlo de sus propias visiones, e invenciones, y hacer que las crea. Y el otro predispuesto a ser parte de ese rito --como la predisposición que tiene quien paga su entrada al teatro y se sienta en la butaca-- dispuesto a creer, a dejarse encantar, a dejarse seducir. ¿Porqué no decir, a dejarse engañar?

El temor, el peligro, la necesidad, el deseo, la ansiedad por lo desconocido, crean el mito, el nudo más antiguo y sutil de la invención, su origen sagrado. La palabra creer es fatal para el mito, dice Roberto Calasso (Las bodas de Cadmo y Harmonía, 1988): se entra en el mito cuando se entra en el riesgo; más que una creencia, lo que nos rodea es un vínculo mágico, un hechizo que el alma aplica a ella misma, según lo entiende Platón en Fedón. Y en el mito se crea el héroe, nuestro propio reflejo, sin el cual la vida sería miserable. El héroe que a través de los siglos parte, se purifica, cumple sus hazañas, regresa y es sacrificado, en un ciclo eterno que siempre se está cumpliendo, como lo ve Joseph Campbell (The hero with a thousand faces, 1973).

Ese cúmulo de sensaciones, como si se tratara de una tela sutil, o de una piel, viste a los dioses y a los héroes. Los envuelve, les da una apariencia, les crea una imagen, produce una figura. La imaginación fabrica imágenes, es su oficio.

En la medida en que el conocimiento del mundo se ha expandido hasta la saciedad, y disponemos de imágenes del todo y de todo, la presencia del mito original se extingue. El resplandor de las pálidas hogueras de los aparatos de televisión aleja cada vez más las fronteras de la oscuridad, deshaciendo sus criaturas. Ahora tenemos una representación del todo, o casi todo en las pantallas. Las guerras, las hambrunas, las tragedias colectivas, las guerras, los crímenes, ocurren dentro de nuestras casas. Son sucesos domésticos, pertenecen a una épica a domicilio. La contemporaneidad es instantánea, no como antes, donde los sucesos se contaban siempre en pasado, hasta la remotidad del tiempo, y ocurrían en la irrealidad del pasado: las coronaciones de los reyes de España se celebraban con fiestas callejeras en las provincias de Centroamérica, en los siglos de la colonia, lejos de las noticias, ya cuando esos reyes habían enloquecido o habían muerto.

Pero si el mito original se altera, queda su historia y lo que ella encarna, su sustancia narrativa; y esta manifestación no tiene fin en la narración. Si nos fijamos bien, no hay historias nuevas que contar, no hay tramas que inventar. Las tragedias, las novelas, los romances, los corridos, los tangos, los boleros, nos están contando siempre lo mismo. La trama anda siempre por caminos trillados. Los temas de la narración están allí desde el origen. Son semillas envenenadas que pasan a través de generaciones para que de ellas florezca la pasión, esa mandrágora que se alimenta de sangre, semen y saliva y que adorna los sepulcros. No cambia nunca, bajo ningún reinado, bajo ninguna era, bajo ninguna ideología, como escribió Voltaire. O quizás esos temas sólo son tres, como las anota en el título de uno de sus libros de cuentos Horacio Quiroga: amor, locura y muerte. O solamente dos, el amor y la muerte como cree García Márquez. Pero siempre será necesario contar. Al lector no le importa que los argumentos sean viejos. Sólo quiere que se los cuente alguien que sepa el oficio.

Hay una diferencia sustancial entre fantasía e imaginación. Son términos que a menudo se utilizan indistintamente; pero su diferencia tiene mucho que ver con lo que la verosimilitud en el relato. Es decir, con su credibilidad.

La composición híbrida entre seres humanos y animales, o entre animales de distintas especies, o la existencia de animales con atributos y agregados extraños a su propia naturaleza, siempre ha despertado la fascinación por lo fantástico, como vamos a llamarlo de primera intención, y nos ha ofrecido textos literarios de gran esplendor, desde Las metamorfosis de Ovidio y Las mil noches y una noche, a las seductoras mitologías de nuestras culturas aborígenes. Borges hizo una excelente aunque muy incompleta e imaginativa recopilación de estas variadas especies en La zoología fantástica (1957).

El resultado de la figuración es quizás fantástico, porque subvierte los cánones de los que generalmente aceptamos como apariencias sabidas de la realidad: caballos alados, perros bicéfalos, mujeres con serpientes por cabellera, hombres cabeza de toro; pero el proceso para llegar a la composición no es sino imaginario. Y toda la riqueza del símbolo está allí, en el proceso de su concepción. Allí está la historia.

La nueva figura conseguida, y concebida, por la imaginación, parte siempre de lo real, tomando de lo real sus partes componentes; y el soplo que da vida a la criatura surge de la complejidad del mundo subjetivo de lo real donde viven en estrecha oscuridad el deseo y la necesidad. Bajo ese soplo sucio de deseo y necesidad se insufla vida a la criatura que se contamina de imaginación, como emanación de la realidad, para alejarse del vacío estático de la fantasía. No se trata simplemente de un asunto figurativo, con lo cual bien podríamos quedarnos en el terreno sin sustancia de lo fantástico. En el acto de la metamorfosis, o en la hibridación, avienta ese soplo infeccioso de necesidad y deseo, que da vida al mito y su figura.

Toda vida viene siempre de un soplo. O de un escupitajo, como ocurre en la historia del árbol de las cabezas de El Popol Vuh. La princesa Ixquic se acerca al árbol del que cuelga a la luz de una luna pálida, entre los jívaros duros y brillantes, la cabeza de Hun-Hunahpú, el príncipe asesinado por los señores de Xibalbá, dueños del reino subterráneo de las tinieblas. La cabeza le pide que extienda la mano, para escupirla. La saliva penetra entonces en las entrañas de la princesa Ixquic. En la saliva de la cabeza muerta está la semilla de la vida. Los hijos que nacen de aquel prodigio, Hunahpú e Ixbalanqué, vengarán el crimen.

Esta es la diferencia. La pasión es la diferencia. El minotauro --cruce de toro y hombre-- vive escondido en el laberinto porque es una vergüenza de la familia. Se le oculta más que por su deformidad monstruosa, por ser fruto del estupro y del adulterio, más monstruosos aún. Los hijos adúlteros, los locos, los tísicos, los que llevan el sello de la culpa, son escondidos siempre de las miradas. Y está condenado no sólo a su monstruosidad, expiando una culpa ajena, la de su madre, sino también al desprecio de su familia, y a ser víctima de la traición de su hermana. Es el destino el que lo ha hundido en la desdicha. Después del desprecio y la traición, sólo le espera la muerte.

Librarse un día del monstruo que no es ni toro ni hombre, no deja de ser un alivio para todos, como en la otra Metamorfosis, la de Kafka (Die Verwandlung, 1915): la muerte del hijo, del hermano convertido en cucaracha, prisionero de su propia desgracia, libra a la familia Samsa de un estorbo, de una vergüenza, y los libra sobre todo de la culpa del desprecio. Esa muerte, ese alivio, merecen, por tanto, un tranquilo paseo en tranvía en una soleada tarde de la primavera de Praga.

Hay que librarse de lo monstruoso. El minotauro está perdido desde antes que empiece la cacería. Teseo, el extranjero, va a asesinarlo a mansalva; la clave, la llave, el hilo, para que consume el suplicio se lo entrega Ariadna, su propia hermana, culpable de traición a su sangre, y de parricidio. Un crimen de sangre, un crimen por amor. Y como la traición nunca paga, Teseo abandonará a Ariadna apenas la haya poseído. Ovidio nos cuenta esta historia en Las Metamorfosis (Libro VIII, II) como una fábula con moraleja. No quiere presentar a un personaje fantástico, aunque tenga cabeza de toro y sea fruto de los rigios celestiales de un toro. Sobrenatural o monstruoso, eso no cuenta en la historia. La figura del minotauro es una figura entendida. Pero su historia es una historia trágica. Y es sólo desde la historia --es decir, desde la imaginación-- que el minotauro es posible, no desde su figura misma. Su figura es sólo la consecuencia de su tragedia, o sea, consecuencia de la imaginación, como los hermanos Unahpú e Ixbalanqué son instrumentos de la venganza. Nacen del prodigio, para la venganza.

El deseo y la necesidad. Bajo este soplo se incuban las criaturas que surgen del fango primigenio. Todas terminan alimentando con sus detritus a los monstruos en sus cuevas. Y los monstruos de esa zoología estarán siempre configurándose en una variedad infinita de estampas, múltiples combinaciones que dejarán siempre abierta la posibilidad de agregar un nuevo símbolo más que monstruoso, humano, o monstruoso por humano.

Es la libertad absoluta del mito, que es la libertad de la imaginación para figurar la pasión, para soplar necesidad y deseo sobre sus criaturas, para insuflarles vida verdadera y despojarlas de fantasía. O se trata de una imagen monstruosa congelada que recuerda el pecado, o de una imagen que actúa como instrumento vindicativo de la pasión. Son imágenes hijas de la noche sin reposo. La representación, la figura, se convierte en un emblema de las pasiones y las venganzas, de los odios funestos y del terror ante el crimen que siempre perseguirá al criminal.

La gorgona cabellera de serpientes, manos de bronce y alas de oro, capaz de transformar en piedra a quien mire sus ojos de hielo, es un complejo instrumento de venganza en manos de Teseo, y también una máquina de guerra. Hijas de la pasión. Y las arpías, esas divinidades aladas con cara de doncella y garras encorvadas, que todo lo devoran chillando y todo lo transforman en excrementos, son instrumentos del castigo. Hijas del poder. Al rey Fineo nunca lo dejaban comer, arrebatándole con rabia sarcástica los alimentos de la boca.

Cito este último ejemplo, quizás, porque en la zoología mítica de Nicaragua la figura más emblemática es el pájaro del dulce encanto. Es una representación no sólo de la imaginación popular que crea los mitos sino, más que eso, un símbolo del sentido de la vida, de la necesidad y el deseo. Es entonces que el mito penetra más hondo y se vuelve insustituible: este pájaro, que tiene un plumaje de vistoso colorido, deslumbra a quienes lo ven cuando aparece volando de la nada. Tiene el dulce encanto de las ilusiones inaprensibles, porque no puede asírsele. Si alguien lo coge, se convierte de inmediato en excremento. Tiene el mismo poder de las arpías De toda aquella maravilla de apariencia soberana, eso es lo que queda entonces en la mano de quien lo ha deseado, o lo ha necesitado. Y me aturde pensar en esta representación como la lectura que un país pueda hacer continuamente de su historia, y de su destino.

Midas, el rey de Frigia, por el contrario, (Las Metamorfosis, Libro XI, III) había recibido de Dioniso el don que todos sabemos, de convertir lo que tocaba en oro; un don irónico, porque el pan, las viandas, el vino, se volvían de oro macizo al simple contacto de sus dedos y, por lo tanto, incomibles. Así que tuvo que suplicar a Dioniso que lo librara de aquel regalo divino que amenazaba con matarlo de hambre y de sed. Como vemos, la ansiedad humana seguirá moviéndose siempre entre el oro y el excremento, entre la pasión y sus detritus.

Quisiera detenerme en una imagen que es mi símil de mi oficio: un mueble. Puede que les resulte un ejemplo un tanto arbitrario, pero mi abuelo materno era ebanista por afición, y además de pastor evangélico, demiurgo y rabdomante; del trabajo cuidadoso de sus manos conservo una hermosa mesa de roble, de amplia superficie y patas torneadas como airosas cariátides sin rostro que sostienen la arquitectura simple pero firme. Esta mesa, es la mesa sobre la que está la computadora en que escribo, los libros que consulto, mis cuadernos de apuntes.

Con este ejemplo, pues, quiero recurrir a todo lo que de fábrica, artificio, factura, tiene la escritura de ficciones, máquina de variada invención, como se decía en tiempos de las novelas de caballería. Para fabricar un mueble se parte de una idea de árbol, el árbol que se alza ante los vientos entre la abigarrada y oscura multitud del bosque. Es necesario elegir uno de ellos, apreciar su fuste, las rugosidades de su corteza, la extensión de sus raíces, la solemnidad de su estatura, la frondosidad de su ramaje y entonces, hay que cortarlo. Y después de cortarlo, aserrarlo en piezas, ensamblar esas piezas, darles una forma; cuidar que las junturas no dejen luces --entre juntura y juntura no puede pasar la luz--; y por fin tallar, lijar, pulir, barnizar. Nada sobrevive de aquella forma de árbol, pero es el árbol. Entre el árbol y el mueble, entre la materia del árbol y la transformación de la materia en un mueble, queda de por medio la apropiación de esa materia, apropiación que es el proceso de convertir la realidad en imaginación y la imaginación en lenguaje; un proceso que requerirá de diversas herramientas, como las del carpintero que era mi abuelo: plomada, escoplo, buril. Y rigor, disciplina, sentido de las proporciones, medidas de la estética, amor de la perfección aunque la perfección se vuelva siempre inaprensible. Volver a lijar, volver a pulir. Tachar, sustituir, desechar. No dejar luces en las junturas.

También podríamos utilizar el ejemplo de una prenda de vestir, que me permite hablar de los procedimientos ocultos, esos que nunca pueden exhibirse a los ojos del lector porque conspiran contra la credibilidad del artificio, como serían las costuras de un traje. O el revés de un bordado. Voltear la tela al revés para examinar las costuras, es solamente un vicio del lector que lee como escritor y quiere ver la calidad de las puntadas, o la trama de revés de la tela, donde se esconden los secretos del procedimiento. Pero ésta es una deformación del oficio, que no le deseo a nadie que emprende la lectura de un libro de imaginación por el gusto y el placer de leer, que es, al fin y al cabo, la razón de que existan los libros.

Entrar en la lectura de un libro es entrar en la novedad que no debe ser mancillada. La costumbre, la familiaridad, pueden termina matando la sensación, o la ilusión de novedad, cuando uno lee como escritor para advertir los procedimientos, las mecánicas de relojería del libro, sus costuras, la trama al revés del bordado. Es la familiaridad la que permite descubrir, en la sala de la casa ajena que nos ha seducido la primera vez, tras repetidas visitas, las sombras de humedad en las paredes, la rotura de la alfombra, la insistencia de la presencia de determinados objetos que si nos maravillaron al principio, ahora nos resultan demasiado pobres, un desorden y un descuido que antes no estaban allí. Es la desilusión de la intimidad la que se apodera del ánimo, y en esa desilusión empiezan a habitar también ruidos, voces, olores, con su presencia incómoda.

En la introducción de Tom Jones (1749): bill of fare to the feast [minuta para el festín], Fielding advierte que el autor no debe verse a sí mismo como un caballero que ofrece un festín privado, sino como el patrón de una fonda donde todos los clientes son bienvenidos porque pagan. Si se trata de una comida privada, los invitados nada podrán protestar contra aquello que se les sirva.

Por el contrario, el cliente de la fonda tiene el derecho de exigir de antemano la carta, para saber qué puede esperar. Y sólo hay allí un plato a escoger: la condición humana --human nature--; el huésped no deberá ofenderse porque tenga una escogencia única: más fácil sería para un cocinero agotar todas las especies animales y vegetales en una multitud de platos, que para el novelista agotar todas las variantes y variables de la condición humana. Lo demás, es asunto de cocina.

Nadie debe penetrar en la cocina. Pero sólo del autor dependerá que esa presencia, con sus ruidos, sus cacerolas sucias y sus desechos, deje de ser obvia a lo largo de toda la lectura. No hay nada más decepcionante para quien se sienta en la fonda de Fielding que una mirada, aún involuntaria, al interior de esa cocina cuando en el ir y venir de los camareros la puerta voladiza deja percibir el tráfago y el desorden que reinan dentro, señales molestas de lo inacabado, de lo imperfecto. O de lo fallido.

De la verosimilitud de los procedimientos es que depende la eficacia de la narración. La congruencia. Nadie olvidó nunca después de los siglos que Cervantes a su vez olvidó que a Sancho le había robado el jumento en la Sierra Morena el famoso ladrón Ginés de Pasamonte, librado de la cadena de galeotes por Don Quijote, y que en el siguiente párrafo del mismo capítulo aparece Sancho montado a la mujeriega en el mismo borrico (Don Quijote, I Parte, XXIII). No lo había olvidado tampoco el bachiller Sansón Carrasco y por boca suya Cervantes quiere desquitarse de su error, pidiéndole al propio Sancho que explique el olvido (II Parte, III, IV). Pero vuelve a errar Cervantes cuando habla Sancho y cuenta otra vez, como si fuera una novedad, quién le había robado el jumento.

Robert Graves encuentra varias de estas incongruencias de La Odisea en su novela Omer's daugther (1955): cuando Ulises huye de la isla de los Cíclopes, Homero olvida que el barco tiene, en dos momentos, el timón en la proa, y en la popa; que hace falta más de tres hombres para ahorcar a una docena de mujeres de una sola vez, con una sola cuerda, como ocurre con las criadas después de la matanza de los pretendientes; que con las doce hachas a través de las que dispara Ulises con el arco, y que nadie recogió, los pretendientes pudieron haberse armado de sobra; que no se corta madera de un árbol vivo para fabricar un barco; y en fin, que los halcones no devoran a su presa en pleno vuelo.

Pecata minuta. Gotas de olvido en un mar inconmensurable de memoria. Pero los olvidos que se vuelven incongruencias perturban el deseo de participación del lector, causan malestar, despiertan impaciencia. Recuerdan el artificio, dejan entrever los afanes de la cocina. Una mosca en la sopa en la fonda de Fielding. Y la suma de olvidos, incongruencias, desajustes de tiempo y lugar, ausencias, errores --aún los sintácticos y los ortográficos-- demuestran la inconstancia y la falta de pericia en el manejo de las herramientas y en el uso de los materiales. Exhiben el no saber. No hay cosa más difícil que manejar un sombrero en la mano de un personaje, me ha dicho Gabriel García Márquez; y es verídico. Se requiere de una gran pericia para no olvidar, a cada paso, qué debe hacer ese caballero con su sombrero. Si colgó el sombrero de un perchero no podría aparecer luego con él en la cabeza paseando por la calle, como Sancho a la mujeriega en su burro robado por Ginés de Pasamonte. La solución más práctica la daban los viejos seriales de cine de los años cuarenta, donde gángsters y detectives se liaban a golpes sin botar nunca el sombrero, por muy enconada que fuera la pelea, sujeto a la cabeza por algún pegamento de zapatos de probada resistencia.

El mueble que deja ver luces en las junturas, el que no se asienta bien sobre el piso, el que acusa rugosidades extremas en la superficie, el de las gavetas que se pegan. De esa suma de imperfecciones resultan los libros prescindibles, contra los que se levanta el rencor, y el propio olvido del lector, castigo final de las malas mentiras. A los malos mentirosos, ni Dios los quiere.

Digamos entonces que en la mecánica de la lectura hay un juego de correspondencias visibles e invisibles entre el escritor y el lector que no deben ser interrumpidas por los defectos; o que sólo permiten un número muy reducido de defectos. Es una operación delicada porque depende de percepciones, en un proceso que va de la mente a la mente, una cadena de imágenes pasando continuamente por el filtro de las palabras. En ese proceso debe crearse una correspondencia armónica de imágenes, aunque no necesariamente una identidad visual. La torpeza en el procedimiento, o los defectos en el lenguaje, son capaces de frustrar toda la operación y volverla tediosa, o ininteligible. Frustrar la imagen, desconcertarla.

El escritor imagina, y el lector también imagina. Y mientras el escritor imagina, también imagina al lector leyendo. De alguna manera se está creando una dependencia de futuro. Hay algo que al lector podría no gustarle, no seducirlo, y esa idea de censura crea una modificación de la escritura. Estos son momentos críticos del proceso. Si el escritor se deja arrastrar por el que leerán, como quien se deja llevar en la vida por el que dirán, entraría a pelear su batalla en un territorio ajeno, el de los gustos, las preferencias y las apreciaciones del momento. En términos contemporáneos, es cierto que un lector lee en cada momento; pero es más cierto que nunca desprecia la suma de momentos sucesivos que forman el verdadero gusto, la preferencia de fondo.

Existe una correspondencia de imágenes entre escritor y lector, aunque no una identidad, porque hay tantos escenarios y rostros como lectores. En la mente del autor que concibe, hay un sólo tipo, un solo modelo, aunque complejo, de composición de escenas y personajes cuando imagina. El filtro de las palabras deberá probar ser lo suficientemente eficaz para que la escritura recoja si no todas, la mayor parte de sus ideas imaginativas. Entre la mente que imagina y la palabra que copia, se produce entonces un trámite de fidelidades. Pero de allí en adelante, entre lectores, el modelo se dispersa en copias disímiles, correspondientes pero no idénticas.

Los modelos universales, basados en propiedades homogéneas, solamente los obtenemos a través de la imagen directa, no de las palabras. Hay una imagen universal, entendida, de Don Quijote y de Sancho porque se ha creado en la plástica un arquetipo, gracias a los grabados de Gustave Doré, sobre todo, y existe hoy todo una imaginería de estampas, esculturas, dibujos que nos refieren a esas figuras reconocibles más allá del hecho de la lectura. Alguien que lee por primera vez Don Quijote sólo confirma, reconoce esas figuras.

¿Cuántas Madame Bovary hay en las mentes? Sin el cine, su número sería infinito, como en el siglo xix. El cine es el verdadero rasero de la imagen. Cualquier joven señora provinciana podía imaginar su libertad encarnándose en un personaje al que ponía rostro, su propio rostro. Pero el cine somete al ensueño a una servidumbre de modelo, reduce los modelos. Entonces, ¿cuántas Madame Bovary? ¿el rostro en blanco y negro de Jennifer Jones en la película de Vincent Minelli, o el de Isabelle Huppert en la película de Claude Chabrol? Pero, ¿es ése de verdad el rostro? ¿o sobreviven, por el contrario, pese a todo, los rostros de la imaginación?

Hay que imaginar la imagen, esa es la más espléndida de las tareas del lector. Imaginar el mundo como toca un ciego el sueño, prestando al poeta nicaragüense Joaquín Pasos las palabras del poema Canto de Guerra de las Cosas (1946). Sólo la literatura es capaz de esa riqueza de diversidad, de repartir un rostro, una escena, un escenario para cada quien con prodigalidad. A la más minuciosa descripción de una casa de Balzac, a la más detallada descripción de un rostro, de un cuerpo desnudo de D. H. Lawrence, responderá siempre un estallido, un chisporroteo múltiple de casas, rostros, cuerpos cada vez que alguien lee. El menú de Fielding tiene un plato único, pero sus variantes son infinitas.

La belleza que depara la lectura es siempre hipotética. De allí que muchas veces terminemos decepcionados con las películas basadas en obras literarias. Es que estamos enfrentando las imágenes de un lector en particular, que es el director, con las nuestras, y nunca habrá coincidencias posibles. La imagen expuesta choca contra nuestra imagen y se destruyen.

¿Recuerda alguno las viejas radionovelas? Yo me acuerdo mucho de El derecho de nacer de Félix B. Caignet. Las voces tersas, sensuales, de precisa sonoridad eran los galanes y heroínas que oíamos describir en sus atributos a un narrador con entonaciones de declamador. Y esas voces no tenían correspondencia con los actores escondidos como endriagos en la cabina de grabación. Las voces, por sí mismas, eran los personajes. La revelación de la imagen oculta, encarnada en la voz, rompía el encanto.

La radio ocultaba, el cine devela. No deja escapatoria. Podemos tener cada uno una imagen mental de Ana Karenina, pero vista en una pantalla debe ser necesariamente bella, de una belleza trágica, que es la belleza de Greta Garbo. Es una mujer bella y abandonada la que muere destrozada bajo las ruedas del tren. En la ópera, por el contrario, no exigimos congruencia entre voz e imagen, una voz bella que corresponda a una imagen bella. Allí, porque la voz todo lo encarna, tienen licencia los más atroces excesos e incongruencias, visibles en el escenario como no son visibles en la radio. Una desfalleciente Violetta Valery, que una lectura de La dama de las camelias (1848) de Dumas hijo nos ofrece en fúnebres huesos, puede ser una soprano de cien kilos de peso en La Traviata, siempre que su caja torácica expandida pueda sostener el más alto de los trémolos. O bien puede la diva entonar un aria con intenso dramatismo, acostada mientras agoniza, arrebatándonos lágrimas de los ojos, una situación que en las páginas de una novela no podría ser sino ridícula.

En el teatro hay también otro tipo de verosimilitud. Nunca nos ofende el olor a pintura fresca de los decorados si nos sentamos en las primeras filas de la platea, ni la conciencia de esa realidad de trapo, madera y cartón que tenemos frente a los ojos. La ilusión de realidad que crea el teatro parte de una disposición entendida en el espectador a aceptar el artificio. En el Acto I de King Henry V, Shakespeare le pide al público, a través del coro, ilusionarse por sí mismo, una tarea de imaginación compartida que es también de toda la literatura:
Dividan un hombre en mil partes/ y creen un ejército imaginario./ Piensen, cuando les hablemos de caballos, que los ven/ hollando con sus cascos soberbios la blanda tierra,/ porque son las imaginaciones las que deben vestir hoy a los reyes,/ transportarlos de aquí para allá, saltando sobre las épocas,/ amontonar los acontecimientos de numerosos años/ en una hora...]

En el cine, este reclamo a la imaginación es imposible. La evidencia del decorado, la presencia manifiesta del set, decepciona nuestra voluntad de creer. Ese paso, todavía en uso, de la cámara en traveling de una habitación a otra para seguir a los personajes y ahorrar un corte, y que exhibe la pared rebanada, crea siempre una inquietud de falsedad en el espectador. Esa pared que es un decorado, no una pared real.

¿Cuál es el punto de partida en la creación literaria? ¿La imagen? ¿la historia en sí misma? ¿Un personaje? En cada caso se trata de un minúsculo punto luminoso, un capullo que ya lo contiene todo, una larva cósmica, esa conflagración gaseosa que constituye el origen del universo de la creación pasando de nuevo, en ese mismo instante, a su estado sólido, expandiéndose hasta organizar su compleja configuración, su regreso apresurado, y a la vez metódico, para ocupar el espacio de la realidad, su vuelta a la solidez, que luego y otra vez dará paso a su regreso al estado gaseoso, cambiante, de la imaginación.

Por mucho tiempo estuve obsesionado por una imagen que a su vez contenía la semilla de un argumento. La imagen nocturna de dos hombres, uno vestido de casimir oscuro y el otro con bata de cirujano ensangrentada, que se pelean a bastonazos a mediacalle una urna de cristal que al fin se rompe y cae sobre el empedrado regando su contenido. El cerebro de Darío, muerto hace pocas horas, está ahora en el suelo como una medusa desvalida. El hombre de la bata de cirujano se lo ha extraído porque quiere saber si pesa más que el de Víctor Hugo. Es el sabio Louis Henry Debayle, descendiente de Stendhal, segùn su decir, alumno de Charcot y de Péan en La Sorbonne, que practica la medicina en León. El otro, un oscuro y metalizado cuñado de Darío, sólo quiere venderlo a un museo de Buenos Aires donde ya lo tiene prometido. Mi obsesión ha terminado. Esa escena quedó en mi novela Margarita, está linda la mar.

La imagen inicial, que aparece como en un sueño cenital o bajo la luz de un relámpago sin truenos, también contiene a los personajes, y contiene el argumento, como Atenea estaba contenida en la cabeza de Zeus, de cuerpo entero, armada de su escudo y de su lanza antes de nacer, ya preñada de las semillas de las historias y aventuras que luego habría de vivir; o como la cabeza del guerrero entre los jívaros, que en su saliva contiene el poder de la creación.

Pero para un escritor de estos trópicos inclementes, su país contiene también la escritura de cuerpo entero, todos los argumentos, todas las imágenes. Rubén Darío, mi personaje y mi paisano, nunca olvidó que en la lontananza marina, entre la bruma de la resolana, bajo el nicaragüense sol de encendidos oros, bostezaba el pequeño país que lo recibió en triunfo al volver, como un príncipe de Golconda o de China. Pasó por las calles de León alfombradas de trigo y aserrín de colores, bajo arcos triunfales que derramaban flores y frutas, su urdimbre cargada de pájaros disecados, en muda vocinglería. Los artesanos devotos de sus versos que nunca habían leído, pero que estaban en las sonoridades mismas del aire, desengancharon el tiro de caballos de su carruaje y lo arrastraron ellos mismos por las calles en fiesta, delante de las carrozas nutridas de ninfas, náyades y bacantes, en representación alegórica de esos mismos versos.

Era, también, y él lo sabía, la Nicaragua de licenciados confianzudos y generales analfabetos que lo enterró con honores de príncipe de la iglesia después que le habían extraído el cerebro en la soledad de una medianoche de calor de horno. La realidad de su país, el mío, era opresiva. Murió bajo una ocupación militar extranjera, y cuando yo nací, habíamos sufrido ya tres ocupaciones. Antes, un aventurero de Tennessee se había proclamado presidente y decretó la esclavitud. Pero después, un artesano como aquellos que se pegaran al tiro del carruaje de Darío, humilde aún en su estatura, habría de levantarse en armas contra la intervención en las montañas de Las Segovias.

Nací bajo un Somoza, fui al exilio bajo otro Somoza, entré en la vorágine para derrocar al último Somoza, y también en el delirio inolvidable de la revolución triunfante. Todo está, para mal y para bien, en mi itinerario. Y en todo hay, en espera, una novela. Se trata de una realidad insoslayable aún para el menos fervoroso de los escritores. Aún las más altas torres de marfil suelen ser salpicadas por la sangre de eso que siempre seguiremos llamando realidad en la literatura, y de cuyos recintos oscuros surge el aura de la imaginación.

Creo, con Susan Sontag, que la sociedad perfecta es utópica, pero no la justicia, ni la honestidad.

Porque lo que bien amas permanece, dice Rilke. Y lo que bien imaginas, también permanece.

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