Las Partidas

Laura de la Torre lo escribió y originó.

En la terminal de Montevideo le dije que habría que escribir sobre las partidas. Sobre la acción de partir y los lugares de partida.
Es quizá una revancha que ansío desde la adolescencia cuando la partida se me instaló y decidió no abandonarme más.
La decisión fue en Montevideo. Cuando entré a esa bellísima terminal -que nada tenía de parecido con las que conocía hasta el momento- y me quedé parada mirando a la derecha. Era un mundo ordenado de sillas y seguramente desordenado de historias.
Ahí estaban todas esas caras sin géneros, denotando historias. Historias de partidas. Tristeza, ansiedad, conformidad, sueño, alegría, enojo, paciencia, inquietud, temor, deseo, frustración, posibilidad, imposibilidad, proximidades y lejanías.

Odio los aeropuertos y las terminales. Esa frase dominó mi vida a partir de los 17 años y en parte exorcizaba mis angustias de futuros inciertos.
Las partidas tuvieron siempre nombre: primero se llamó Raquel que se fue después de muchos garbanzos en ensalada, trenzas espigadas para los actos, un piso pobre pero limpito, Grecias adoradas y una dura pelea contra lo inevitable que proponen algunas enfermedades. Mi tía se fue antes de que yo finalizara quinto año. Era una mujer ordenada y bajo ninguna circunstancia se hubiera permitido entorpecernos es momento plagado de actos y ceremonias. La segunda partida se llamó Ricardo. Fue un viaje de ida repentino, solo intuido por Paula, su hija y una de mis mejores amigas. Fue una partida que nos enfrentó con el signo más violento de la adultez: la muerte de nuestros padres.

Con el tiempo las partidas se transformaron, como dándonos aire, vida. Y los aeropuertos y las terminales se convirtieron en pistas de despegue hacia nuevos horizontes. Hacia ellos o en busca de ellos, partieron Paula y Karina, mis hermanas del alma. Entonces aeropuertos y terminales fueron para mí espacios conflictivos, confusos, donde transcurrían mis peores y mis mejores momentos. Las llegadas y las partidas. Las pérdidas y las ganancias. Los encuentros y los desencuentros.

Esos escenarios se fueron complejizando y haciendo ecos, llevándose historias de novios de adolescencia, historias de amantes, ilusiones y deseos propios y ratificando mis imposibilidades.

Alguna vez ante mi desconsuelo alguien dijo que me iba a acostumbrar a las partidas. Que en algún momento de mi vida iba a poder despedir a mis afectos sin sufrir... o al menos el hecho se iba a transformar en una costumbre. Predicción que, gracias a Dios, nunca se cumplió. Las idas y venidas, sí fueron como el primer y el último examen final de la universidad: los mismos miedos, las mismas inseguridades, la misma impotencia. Aspectos a los que, en definitiva, uno no se acostumbra.

Tampoco a las partidas de febrero, ni a las de julio. Y asumí que en cierta manera no quise acostumbrarme.

Me resistí a que la significación de la partida fuera siempre la pérdida, el abandono. Otra vez los días de descuento, los meses, las historias condicionadas por las monedas que sobraban del arroz del mes, las primaveras pintadas de La Plata o los aniversarios celebrados o sufridos desde Mendoza.

Paradójicamente las partidas tendía a materializarse como una cotidianeidad y establecieron códigos propios.

Entonces, ciertas canciones se transformaron en himnos que recogían historias pasadas y presentes, que trataban de unificar, de acercar relatos siempre inconclusos, fraccionados. Así, en términos de Nazim Hikmet, "para suntuosidad de la nostalgia" algunos días eran un otoño en Mendoza, en donde había que andar con el alma hecho un nido, comprendiéndole el adiós a las cosas, acostándose en un sueño amarillo, teniendo un amigo al costado para hacer un silencio de amigos. Otros, sonaban a la zamba de Silvina Garré. "...Los que se quedan lloran un poco pero no sangran como los que se van.

Saben de amigos a media cuadra y de un cuerpito que descansa en paz...". En mis peores momentos, en los que la rabia acaparaba mi realidad, me convencía de que la venganza perfecta sería mi partida.

Soñé cada vez que despedía alguien con que alguna vez alguien me despediría a mí. Era la posibilidad de un juego en el que por un instante se cambiaba el rol.

Inconsciente de la posibilidad de que mi sueño se cumpliera, simplemente lo deseé. Y a pesar de que nunca mis partidas se prolongaron demasiado en el tiempo, empecé a sentir el sentimiento del medio giro.

Fundamentalmente en los aeropuertos, quienes viajan, tienden a hacer un medio giro en busca de la mirada cómplice de quien comienza a esperar. Es apenas un gesto, una mirada sobre el hombro; creo que nadie se atreve a un giro completo en esa circunstancias. Tal vez porque implica detenerse y plantarse de frente a la despedida.

Mi venganza se cumplió en parte y en parte se transformó. Me permití entonces disfrutar que fueran otros los que me esperaban y dejar yo de esperar. Pero fundamentalmente comencé a sentir los regresos.

Fue cuando sentí el cambio de rol y se resignificó el dolor. Sentí el ángelus frente al calendario con las fotos de la playa de Rada Tilly, en La Plata. Y me erizó la piel la brisa de Colonia que se asemejaba, por distancia, a la brisa de mi mar. Descubrí el valor simbólico de una hora, en el aire, volando hacia Comodoro, empujando el ánimo de los pilotos para llegar.

Entonces partir también fue llegar, mezclándose los sentimientos y las sensaciones. Mutándose las palabras y sus significaciones.

Tuve conciencia de este cambio volviendo desde Uruguay hacia La Plata. Casi como por descuido, en medio del cansancio y el mal humor de los trabajadores de las empresas en quiebra. Sentada en la primera fila -en ningún otro lugar cabía mi bolsitos con cuatrocientas remeras- disfrutaba de la salida de una luna bellísima que se desperezaba entre las industrias en decadencia de una buenosaires posmoderna. Hundida en mi asiento, tratando de ganar calor con gestos que uno no puede explicar, achicando los hombros y deslizándome en el asiento.

Charlamos entonces del futuro, que era mañana y pasado, o un par de horas más adelante... Y en medio de una llegada húmeda, espesa, que marcaba un final para mí en "ese" viaje, entendí que las llegadas pueden ser más partidas que las propias partidas. Como una ruta que, angosta, de repente se abre infinitamente.

Me sentí confundida por el pensamiento, por la sencillez del pensamiento y el acto. Pero a pesar de la simpleza, me llené de complejidad.

Esa llegada era mi partida, la de parte de mi historia junto a la de otros. Y con otros. Esta vez, la llegada, la partida y un nuevo comienzo se toparon. Con la misma incetidumbre de mi adolescencia pero rumbo a otras búsquedas.

La terminal de Uruguay, las terminales.

Frías como la de Bahía Blanca a las 5 de la mañana a los 17 años. La de trenes en La Plata con Carla, Cortázar y Rayuelas. La de Buenos Aires, antiquísima, húmeda, en reparación y la posibilidad de un día de jardines botánicos y japoneses.

El aeropuerto de Mendoza y el encuentro con la familia conformada por mi amiga Paula. La nieve, el encuentro y las valijas que toman otros rumbos.

La de Comodoro la primera vez que llegó Agustín, mi hijo del alma. Parada frente a todos mis temores de mujer, en un rol equívoco.

Una pista a la que arriban y de la que despegan los amores, las pasiones, las tristezas, los besos furtivos.

Escenarios inevitablemente transitados, cargados de símbolos, significados significativos, en los que se tejen y se destejen historias de encuentros y desencuentros, en las que estamos todos. Vos y yo.

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